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Aquel día me quedé sin más datos sobre la mujer que hacía soñar a mi padre, lo llevaba por los laberintos equívocos de la noche y les descubría el mundo de maquillajes, mentiras y cintas de vídeo. [...] estaba tan acostumbrado a las historias que se repetían de manera bastante monótona cada cierto tiempo, que había perdido la esperanza de inquietarme alguna vez. Mi padre pasaba por fases tan definidas que me las sabía de memoria.
En la primera, estaba el fascinante conocimiento de la “mujer increíble”. No sólo se enamoraba de ella, también lo hacía de su profesión, de su entorno, de todo lo que formaba parte de su vida. [...] Se volvía monotemático y, excepto el vestuario (vaqueros sempiternos, camisa desabrochada, zapato de batalla y placas militares identificativas colgando de una gruesa cadena de plata, detalle éste más bien hortera en recuerdo de sus misiones de guerra), cambiaba en todo lo demás. Como Concha se negaba a variar su estilo de cocina, era yo quien acababa conociendo restaurantes de comida vegetariana, vietnamita o francesa.
Después venía la fase mesetaria. Continuaba enamorado, pero se le comenzaba a notar aburrido y necesitado de cambio.