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José Arcadio Buendía no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejo hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente entusiasmado con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que había revelado desde el primer momento una rara intuición alquímica. El laboratorio había sido desempolvado. [...]

Se quedaron con ella porque no había mas remedio. Decidieron llamarla Rebeca, que de acuerdo con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logró que reaccionara con ningún nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerto nadie, conservaron el talego con los huesos en espera de hubiera un lugar digno para sepultarlos, y durante mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con cloqueante cacareo de gallina clueca. Paso mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón mas apartado de la casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora buscaba con ojos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerto de hambre, hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar con sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca solo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas.