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Me lancé hacia el corredor que conducía a las cocinas aprovechando que me sabía de memoria los recovecos de mi colegio. Cerré la puerta a mi espalda. Inútil. La criatura se precipitó contra ella y la derribó, lanzándome contra el suelo. Rodé sobre las baldosas y busqué refugio bajo la mesa. Vi unas piernas. Decenas de platos y vasos estallaron en pedazos a mi alrededor, tendiendo un manto de cristales rotos. Distinguí el filo de un cuchillo serrado entre los escombros y lo agarré desesperadamente. La figura se agachó frente a mí, como un lobo a la boca de una madriguera. Blandí el cuchillo hacia aquel rostro y la hoja se hundió en el como en el barro. Sin embargo, se retiró medio metro y pude escapar al otro extremo de la cocina. Busqué algo con que defenderme mientras retrocedía paso a paso. Encontré un cajón. Lo abrí. Cubiertos, útiles de cocina, velas, un mechero de gasolina..., chatarra inservible. Instintivamente agarré el mechero y traté de encenderlo. Noté la sombra de la criatura alzándose frente a mí. Sentí su aliento fétido. Una de las garras se aproximaba a mi garganta. Fue entonces cuando la llama del mechero prendió e iluminó aquella criatura a tan solo veinte centímetros. Cerré los ojos y contuve la respiración, convencido de que había visto el rostro de la muerte y que solo me restaba esperar. La espera se hizo eterna.